«……………era uno de los escasos artistas del rock con quien te sentías como si fuera un conocido de siempre. No importaba la distancia que siempre crea el escenario – unos arriba y los otros abajo -, ya que cuando Rory cogía su guitarra y se ponía a cantar con su voz dulce y quebrada sabías, inequívocamente, que se estaba dirigiendo a tí…………….
……………Su técnica como instrumentista había bebido de las fuentes del rock de los 50 y del blues blanco inglés, conformando un estilo muy personal y directo, cuya principal virtud era comunicar, llegar con facilidad al interior de aquellos que le escuchábamos. Casi nada…
Y es que ver a Rory en una actuación era como hacerse amigo de él. Daba la impresión de que la energía transmitida por su música no tuviera límite, de que sus pilas se alimentaran con las vibraciones que el público le enviaba.
Le he visto sudoroso, tras dos horas de concierto, mirando a la gente con aquellos ojos -vivaces e inocentes- y preguntando si aún estaban en condiciones para poder recibir todo el caudal de energía sonora que provocaba su música.
Casi todos los guitarrístas célebres tienen un porte que los distingue de otros y que suele ir ligado a su forma de tocar. Unos van casi de aristócratas, otros se distinguen por su dureza o por su rapidez; los hay que se han convertido en clásicos de un estilo y unos pocos son catalogados como auténticos innovadores de las seis cuerdas. Con la guitarra Rory era un trabajador incansable, un auténtico currante, de los que gozan de verdad con su trabajo. Era del tipo de gente que, cuando actuaba, conectaba con todo el personal con una facilidad pasmosa; como si fuera la cosa más normal del mundo que músicos y público se lo pasen bien al unísono. Cierto es que éste es el objetivo, pero no menos cierto es que muy pocos lo consiguen.
He vivido suficientes conciertos como para saber percibir cuándo aparece la magia del directo, aquella comunión que, sin darnos cuenta, se establece entre los que tocan y los que escuchan de manera que la frontera que hay entre unos y otros se diluye gracias a la propia música. Lograr esto no es fácil, y son contados los artistas que lo consiguen, Rory lo lograba siempre.
No se trata de apabullar con watios de luz y sonido al personal, ni de dejarlo boquiabierto gracias a las modernas tecnologías aplicadas al espectáculo; sino de una cosa tan básica como conectar directamente con la sensibilidad de las personas, claro que para conseguir esto hay que tener un corazón muy, muy grande.
La instrumentación de las bandas que montó Rory Gallagher era casi siempre muy sencilla, casi espartana: bajo, batería y guitarra; sin más, siguiendo así la tradición de los mejores grupos de finales de los 60. Ocasionalmente se incluía un órgano Hammond o una armónica, pero esto no rompía el esquema general del grupo.
Sonido directo, duro y simple, sin la adición de efectos de ningún tipo, basado en los acordes de un rock casi ancestral que poseía el sabor de lo que es genuíno, auténtico. En ocasiones, Rory dejaba la guitarra eléctrica para coger la acústica o la española y se convertía en el «cantautor» con más garra que puedas imaginarte. Sólo con su voz y su guitarra sabía dar una dimensión nueva al concierto, que se transformaba en una auténtica fiesta entre amigos. No voy a destacar ningún disco de su dilatada trayectoria, ya que para apreciar plenamente la música de Rory el camino lógico es verle actuar. Los vinilos son, en este caso, un testimonio insuficiente para valorar su música con justicia……………..
……………..¿Tenéis presente su voz?; no tenía una voz poderosa, pero sí era sugerente, con un deje melancólico. Siempre daba la impresión de que no iba a poder llegar al registro siguiente, pero siempre llegaba. Sencillo, directo y sincero, así era el rock que interpretó Rory Gallagher, uno de aquellos héroes que comenzaron en los 60 y que nunca cambiaron su amor por la música por otros amores más materiales. Ahora nos dicen que se lo ha llevado la Parca, habrá que creerlo ¡qué remedio!. No me vale, en este caso, aquello de que su obra discográfica nos permitirá recordar el espíritu de su música, no me sirve para ésto. Porque lo mejor que deja Rory es el recuerdo de su presencia, sus latigazos musicales que llegaron a contagiarnos con el espíritu del rock autén tico. Y esto es irreemplazable. Así que tan sólo nos queda por decir, «¡Goodbye friend!, esperamos haber sido un público digno para tí.»